Te intentas levantar, como todos los días, sientes la pesadez de la depresión en el primer instante que abres los ojos. Te mueves por la casa como una cáscara vacía, te cuesta pensar, no te sientes bien. Empiezas a comer y por alguna razón eso te provoca un ataque de ansiedad. Intentas controlarlo, a veces funciona, a veces no. Terminas de comer masticando más de lo acostumbrado mientras te tiembla el cuerpo. Quieres explicarle a tu amiga por qué tardaste tanto en avisar que estabas lista, si lo único que tenías que hacer era vestirte y comer un sándwich. No le explicas nada. Caminas disfrutando de una conversación unilateral porque no te da la cabeza para expresar nada. Te agotas, vuelves a casa. Estás exageradamente aburrida y al mismo tiempo incapaz de focalizarte en algo. Es el final del día y te sorprende la sensación de un posible segundo ataque de ansiedad. No puedes más, por suerte no ocurrió nada. Solo queda dormir y no puedes. Sabes que no tienes que ver la pantalla pero...